jueves, 22 de noviembre de 2007

UNA BRONCA DE COLEGIO

Para la gran mayoría la época del colegio es la mejor de nuestras vidas. Para otros, misántropos en su mayoría, quizá sea la etapa en que germinaron los traumas y manías que arrastran hasta hoy. Por tal motivo el recuerdo del colegio es para ellos como una patada directa a los huevos…o a su corazón.

Yo pienso como los primeros y por eso mis recuerdos son de la mejor manera. Y no porque haya sido un chancón o un sobón, porque en realidad fui de los que llaman indisciplinados, sino porque allí forjé amistades que determinarían mucho en lo que ahora soy.

Guadalupe recinto sagrado fue mi colegio amado que nunca olvidaré, dice el vals que inmortalizó Rafael Matallana. Sí, estudié en el Primer Colegio Nacional de Nuestra Señora de Guadalupe hasta el año 1987, fecha en que después me ví arrojado a la nada, sin saber qué carajo hacer.

Era como salir del vientre materno arrojado a un mundo que no se presentaba nada promisorio. Uno sabía que mientras estuviera en el colegio, tenía asegurado algo que hacer por cinco años. Los viejos, al menos los míos, tenían muy claro que era su responsabilidad soportarme hasta que acabara la secundaria.

Yo al menos traté de portarme lo mejor que pude. Salvo algunas citaciones por poner apodos a los profesores, evadirme de clases o una pelea contra algunos compañeros. Sobre todo esa de antología cuando estaba en cuarto año y que involucró a todo el turno tarde. Pelea bizarra en la cual me vi involucrado de manera indirecta.

Un gorilón de la sección A se peleó a la vez con dos de mi sección: El chato Landeo y el flaco Madrid. A los dos los chancó y feo. Yo no podía concebir que uno le pegara a dos al mismo tiempo y se los hacía saber a los chancados. Quizá envalentonado por eso, el gorilón me tocó la espalda y me dijo: “Peléate conmigo entonces”.

Pensando en el factor sorpresa me le fui encima con todo. Por apresurado no me había quitado la mochila que fue de donde me agarró y pudo tirarme al piso, me dio tan bien que en una me hizo sangrar de la nariz. Pude soltarme, pero la hemorragia no paraba. Los de mi salón me dijeron: “Vamos, trénzate con él y nosotros lo reventamos”. Yo creído les hacía caso, pero apenas me trenzaba, y muy a pesar mio, escuchaba las voces de: “Nadie se meta”. El resultado fue llegar a casa ensangrentado, la camisa hecha mierda y el pantalón roto por las piernas. Mi vieja quiso ir a quejarse pero la detuve. Contra lo pensado mi viejo me apoyo. En la noche escuché que discutían y a mi viejo decir: “Déjalo, él sabrá cómo remediar esto”.

Y así fue. Al día siguiente a la hora del recreo estaba jugando básquet en los tableros del patio de quinto año. Entonces vi que la puerta de la sección A se abría y el gorila salía primero adelante de sus compañeros. Caminó hasta donde estaba yo y me dijo: “Hey, ¿Qué dices? Quieres la revancha o ya te pegué?

La firme que ya no quería pelear, pero miré los rostros de mis compañeros, esperanzados en que yo salve el honor del lonsa, sobre todo Landeo y Madrid. No lo pensé más: “A la salida nos sacamos la mierda” le dije. Y me fui al salón a prepararme. ¿Y qué era prepararme? Ver la mejor manera de que ese gorilón, que era de mi tamaño (1.81) pero del doble de grueso, no me matara por segunda vez.

La revancha corrió de voz en voz por todos los años del turno tarde (Segundos, terceros y cuartos) pero como toda bola, llegó distorsionada, sobre todo a los que me conocían de los otros patios. Según eso yo me iba a pelear con el gordo Mariscal… Nicagando hubiera hecho eso, porque si bien mi verdadero rival era un gorilón, el gordo Mariscal era King Kong Bundee y Andrei the Giant, juntos.

Muchos se preguntaron si yo tenía vocación suicida o si mi eterno amor platónico –Una alumna del Rosa de Santa María, llamada Jeaneth Fischer y a quien conocían por La Coneja– me había dicho que no, lo cual nunca me dijo porque yo nunca me declaré, era el motivo para desear que el gordo Mariscal me mandara al otro mundo de un sopapo.

A la hora de salida en la avenida Uruguay en el moment of the true, la calle estaba llena de sapos de todos los años y secciones. La revancha del siglo no hubiera tenido mayor expectativa. Mis parciales se plegaron dándome palmadas en la espalda, palabras de ánimo y consejos de cómo enfrentar al gorilón. Por dentro me decía: "Sí huevón como tú no vas a recibir los puñetes". El recuerdo de los golpes del día anterior me hacía temblar las piernas. De buena gana hubiera dejado todo allí, más aún que en mi Gólgota iban a estar presentes decenas de testigos que seguro al día siguiente iban a hablar sobre mi crucifixión.

Nos fuimos al pasaje García Calderón, una calle estrecha que une la avenida Uruguay con Bolivia. Se abrió el circulo, y en medio los dos. En una nos trenzamos. Por un acto reflejo, debido a que hasta los doce años había practicado lucha libre, lo lancé al piso con una llave que se conoce como Lance de Cabeza. La vaina es que aprovechando esa situación no dejé de meterle puñetes en todo lo vulnerable que él me dejaba para golpear. Sabía que si se levantaba, yo moría. Así que me empeciné en que no lo hiciera. Sólo cuando de
una ventana vecina cayó agua, lo solté. Aprovechando la confusión y que el gorilón aún estaba en el piso, más de uno de mi sección le metió harta taba.

Ya no podíamos seguir peleando en ese lugar. Nos fuimos para el pasaje Bailones, que está en Breña a una cuadra paralela a la avenida Alfonso Ugarte. Allí otra vez nos medimos y nos dimos uno que otro golpe, pero me di cuenta que mi rival ya no daba más. Sus golpes iban sin dirección y débiles. Tanto así que lo que yo deseaba evitar: trenzarnos otra vez, fue la estrategia para seguir dándole… Hasta que tiró la toalla. “Por las huevas nos estamos peleando”, dijo. Sentí que estaba capitulando, que ya no tenía fuerzas. También yo estaba cansado y él, por mayor peso, podía sacar fuerzas de donde sea y quizá reventarme como el día anterior. Entonces lo solté le di una palmada en la mejilla y le dije: "Está bien ahora yo te pegue".

No sé si él pensó en un empate, pero yo lo vi como un triunfo, había salvado el honor del salón, de mis dos amigos y el mío propio por la chancada del día anterior. Lo que había pensado que sería mi Gólgota se convirtió en mi Junín y Ayacucho, en mi Tarapacá, en mi Marcavalle, Concepción y Pucará.
Al año siguiente en la fiesta de promoción de todas las secciones y con más de dos cajas de cervezas en la cabeza me puse a tomar con el gorilón. Recuerdo que nos reímos bastante y hablamos de otras cosas, sólo en un momento alguien mencionó nuestra pelea. Él me dijo: “Ya fue eso, no pasa nada”.

Veinte años después volví al aniversario del colegio que fue el 14 de este mes. Precisamente fui un día antes, a la procesión de la Virgen de Guadalupe y si bien no soy católico ni de ninguna religión, respeto mucho la espiritualidad, que en la veneración hacia esa virgen morena sienten miles de guadalupanos. Me encontré con amigos de otras promociones que habían estado conmigo en la Banda y en la Escolta. No encontré a ninguno de mi promo, el quinto año sección G de 1987 ni de otras secciones.

Pero entre risas y recuerdos, uno mencionó esa bronca que protagonicé años atrás. Dijeron que aún la recuerdan y que ya son tantos los comentarios que no precisan si yo gané o perdí. Yo les dije que fue un empate, pero que ya no tenía importancia. Como me dijo el gorilón en la fiesta de promoción: "Ya fue eso, no pasa nada".

Y de verdad fue así, porque cuando sonó el himno del colegio, canté con el mismo fervor que esa noche de diciembre de 1987 juntó al que había sido mi rival:

Hermanos del Guadalupe, recordemos nuestra misión, juremos ser siempre unidos y ayudarnos sin distinción, pues somos guadalupanos que es emblema de tradición, seremos los paladines de esta nueva generación, de esta nueva generación, de esta nueva generación…